jueves, 31 de diciembre de 2009

Relato de nochevieja

La familia, ocupando todos los sitios en torno al televisor, miraba hipnotizada la retransmisión de las campanadas del 31 de diciembre.

-Desde la Puerta del Sol, como tiene que ser -decía la abuela mientras terminaba de espachurrar la última de sus doce uvas, con la pretensión de quitarles la piel y las pepitas.

Mientras, el presentador, flanqueado por un cuerpo siliconoso embutido en un traje brillante, que dice ser una famosa, intenta distraerles durante los cinco minutos previos a las campanadas, haciendo comentarios absurdos sobre el reloj y no sé qué más cosas, y repasando, una y otra vez, la mecánica del próximo acontecimiento. Todos lo saben ya, pero les gusta que se lo repitan. Es su tradición, su rito.

-Primero sonará el carrillón, mientras baja esa gran bola que ven ustedes en sus pantallas.
-¡Rinrinrinrinrin! -acompaña la figura sintética de al lado, en un intento de imitar el sonido del carrillón.
-Después los cuartos, que son cuatro.
-¡Dindón! ¡Dindón! ¡Dindón! ¡Dindón! -apostilla la rubia.
-Y por fin las campanadas, y ahora sí nos comeremos las doce uvas.
-¡Don! ¡Don! ¡Don! -vuelve a intervenir la rubia, acompañando esta vez su onomatopeya con una cara de campana.
-¡Ya saben! ¡Así es como hay que hacerlo bien, es muy fácil! ¡No se confundan!

Allí estaba ella. De pronto fue consciente de su presencia en medio de aquel extraño ritual. Y no como espectadora, sino con sus doce uvas dispuestas en una servilleta, sobre la mesa del salón, dispuestas a ser ingeridas a intervalos excesivamente cortos en los próximos segundos. Un escalofrío recorrío su espalda, y se sobrecogió al sentirse inmersa en una especie de déjà vu. A partir de ese momento todo lo que iba a pasar ya lo había vivido antes, y no una vez, sino muchas, cada año desde que tiene memoria: ahora vendrán los cuartos, con la primera uva en la mano esperando a entrar en la boca a la señal de la primera campanada, a la que seguirán otras once, atropelladas y engullidas no sabe muy bien por qué, mientras mira fijamente al televisor esperando no sabe qué. Después los besos, el brindis, y salir atropelladamente hacia la fiesta obligatoria.

El reloj del dvd marcaba ya las doce, y al presentador, de elegante esmoquin, se le empezaban a agotar los recursos para entretener a su audiencia, y parecía suplicar que bajara de una maldita vez aquella bola del carrillón, que pondría fin a su papel aquella noche. En realidad eran todos, en aquel salón, los que miraban impacientes la imagen de la gran bola encima del reloj, esperando que descendiera entre fuegos artificiales de un momento a otro.

Pero eso no ocurrió. Aquella bola siguió allí arriba, inmóvil. Pasaron primero cinco minutos, y el patético presentador optó por pasar a publicidad ante la mirada, entre nerviosa y atontada, de la famosilla figurante de al lado. Después pasaron diez minutos y la familia empezó a mirarse desolada. ¡Sus campanadas! ¡Sus uvas! ¿Qué derecho tenía el tiempo a pararse justo en ese momento? ¡Era su rito!

Ella salió de pronto de su déjà vu y fue consciente de lo que ocurría. ¡Este año no sería igual que todos los años! ¡No iba a haber campanadas! Miraba a los demás habitantes del salón con desconcierto, dirigiendo luego la mirada a sus uvas, destripadas sobre la servilleta de papel, que empezaba a calar manchando el cristal de la mesa.

¡Un momento! ¡El mundo no se había acabado! No habían sonado las campanadas de la Puerta del Sol, y no pasaba nada. Sólo que seguían allí, esperando.

-¡Habrá que comerse las uvas de todas maneras! A fin de cuentas, el año ha acabado ya.
-¡Cómo que el año ha acabado! ¡Si no han sonado las campanadas! -intervino la abuela indignada, mientras sostenía su servilleta empapada con sus uvas en el regazo.
-No nos podemos tomar las uvas sin campanadas -empezó a decir su padre. -Eso no tiene ningún...
-¡Ton! ¡Ton!

¡Campanadas! ¡Y no eran en la tele!

-¡El reloj de la iglesia!

La abuela agarró su ya casi descompuesta servilleta, convertida en porta-uvas, y corrió hacia el balcón para abrirlo. Todos se asomaron veloces y, por fin, pudieron completar su ritual con devoción. Nadie habia reparado en que, a pesar de su humilde y desvencijada apariencia y su secular cuarto de hora de retraso, el reloj de la iglesia seguía dando, cada noche, sus doce campanadas. También la del 31 de diciembre.

-Mamá, entonces, ¿si no suenan las campanadas en la tele, no se ha parado el tiempo?
-No hijo, por lo visto no.
-¿Y estamos en un año nuevo?
-Claro hijo.
-¡Vaya! ¡Qué extraño es el tiempo!

5 comentarios:

  1. jajaja muy bueno. Al fin y al cabo somos animales de costumbres.
    Marta

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  2. Buen relato, me ha sacado más de una sonrisa. ¿Tienes pensado seguir intercalando artículos de opinión con ficción? Estaría bastante bien, me gusta como escribes.

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  3. Marta: de costumbres férreas. Me alegro de que te guste.

    Anónimo: pues sí, esa es mi idea ¡Muchas gracias!

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  4. Si es que a veces somos como monos de feria, un cambio nos trastoca la vida, me gusta la idea que transmite tu relato de buscar lo positivo de los cambios y disfrutar de ellos.... porque a veces nos olvidamos de lo importante que puede ser algo insignificante, un beso

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  5. Parecerá una tontería, pero yo aunque no tome las uvas si no realizaramos el ritual se me haría bastante raro... Muy curioso! Gran relato!

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