miércoles, 9 de diciembre de 2009

Historias y personajes autobuseros (II): el segurata cincuentón

Coincido con él en el autobús los días que voy a la facultad a primera hora, a eso de las ocho de la mañana.

Al principio pensé que, como todos a esa hora, se dirigiría a trabajar, pero gracias a una furtiva escucha de una conversación por el móvil me dí cuenta de que él termina su jornada cuando todos la empezamos, como me confirmó en adelante su cara desencajada después de una noche en vela, cada vez más dura desde que pasó de los cuarenta, y que empieza a ser una tortura después de los cincuenta.

Su uniforme de guarda jurado, que hubiera resultado flamante en otro cuerpo, en el suyo resulta un tanto esperpéntico, con la barriga cincuentona sobresaliendo por debajo de la camisa y el bajo del pantalón de pinza barriendo el suelo antideslizante del autobús.

Apoyada la cabeza cana contra el cristal vibrante, mantiene los ojos cerrados casi todo el tiempo, en parte por el cansancio demoledor, pero quizás también por evitar ver la realidad en la que se encuentra: a sus cincuenta años, en un autobús de barrio, a las ocho de la mañana, volviendo de trabajar toda la noche vigilando una obra. Volviendo de no hacer nada, sólo estar.

Él, que fue un trabajador válido, incansable, fiel a aquella empresa que le contrató con dieciséis, en la que empezó desde abajo y en la que consiguió ascender y realizarse. A aquella empresa que le despidió con cuarenta y ocho, cuando los nuevos dueños decidieron que su permanencia en plantilla no era productiva, y que su imagen no transmitía a los clientes "juventud y dinamismo".

Él, que después de aquello buscó un nuevo empleo, ilusionado con que su experiencia le abriría puertas, pero que se dio de bruces con la realidad de ser considerado un inútil, y que tras agotar el paro tuvo que aceptar el único trabajo que encontró, de vigilante. Vigilando. Vigilando nada, vigilándolo de nadie, convertido en sombra, en figurante. Pasando noches solas y aburridas, refugiado bajo el grueso chaquetón y amarrado a la radio. Solo pensando. Solo recordando. Sólo motivado por conseguir una jubilación, un final a esta historia, y por lograr que su hija siga estudiando para evitar correr una suerte parecida a la suya.

Mientras pasan los años, formados ahora por noches en lugar de días. Y él llegará hoy a casa una mañana más, y se echará a dormir al lado de aquella mujer, eterna ama de casa, a la que un día amó, o quizás aún ama, y a la que ahora sólo ve en un fugaz vis a vis cada tarde. Y al despertar se sentará frente al televisor, derrotado, hasta que llegue de nuevo la hora de volver al tajo.

Es el segurata cincuentón, y su presencia en mi autobús me hace pensar que es una sociedad enferma aquella que desprecia a sus padres y los relega al dique seco.

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